El 7 de enero de 2014, fué el día en el que reuní el valor suficiente para subirme sobre una báscula y enfrentarme a la realidad.

Los 3 números que aquella maldita maquina me devolvió (tengo que confesar, que ahora es mi mejor amiga), me hicieron ver una realidad bastante cruda la verdad.

116 kilos para un retaco de 1,60 como yo, era demasiado. Entonces fué cuando mi cabeza dijo: «Se acabó» y empezaron una serie de conversaciones conmigo misma.

Primero, tenía que convencerme de que podía hacer dieta, por lo que yo sola empecé a cuidarme las comidas quitando todos aquellos «alimentos» (que todos sabemos cuales son) que hacen que los kilos se vayan sumando. Y no me fué mal, en un mes conseguí bajar casi 6 kilos. A medida que los iba quitando, llegaron esas conversaciones conmigo misma de las que os he hablado. ¿En que consistían? Pues muy fácil; estuve todo ese mes preguntándome muchas cosas:

– Si empiezas la dieta, ¿vas a ser capaz de empezar y terminar?

– Si empiezas la dieta, ¿vas a ser capaz de cambiar tus hábitos alimenticios para siempre?

– Si empiezas la dieta, ¿vas a ser capaz de ir al gimnasio? (ya que yo sola hacer todos los días deporte, sabía que no era viable, uno de los monstruos que he tenido que vencer en este proceso ha sido la pereza y la vagueza, por eso sabía que yo sola por mi cuenta no lo iba a conseguir.

– Si empiezas la dieta, el gimnasio no se acaba cuando acabes la dieta, ¿serás capaz de continuar en el tiempo con todos los buenos hábitos? Y si no eres capaz, ¿te vas a obligar?

Y muchas preguntas más que iban asaltando mi cabeza con las cuales me iba autoconvenciendo de que porqué no, iba a ser capaz de alcanzar mis metas.

Todas las respuestas fueron positivas, además, con seguridad y convicción. Estaba convencida de que esta vez iba a ser diferente, así que el 14 de febrero pedí cita con mi dietista para empezar quizá, el reto más importante de mi vida.